jueves, 11 de diciembre de 2008

Amor fiel



Hace unos años, la prensa diaria española se hizo eco de una encuesta sobre la fidelidad conyugal realizada en los Estados Unidos de América, según la cual el 60% de los hombres casados estadounidenses eran "infieles", y --al parecer-- las mujeres iban aproximándose cada vez más a esa cifra (en 1953, el informe Kinsey hablaba sólo de un 26 %). A tenor de esos datos, es posible deducir que o bien se tenía en los años noventa menos reparos para entablar relaciones extraconyungales o bien en 1953 estaba peor visto reconocer públicamente --aun de forma anónima-- que de vez en cuando se había echado alguna cana al aire. Parece claro que dichos datos se refieren casi exclusivamente a la "infidelidad" sexual ya realizada, y no a la simplemente deseada, y además que son muchos los que coinciden --o creen coincidir-- en la idea de "infidelidad".

En otra encuesta llevada a cabo por la revista “Woman”, también en los Estados Unidos, entre 3.400 mujeres casadas, se afirmaba que el 41 % de las mujeres había sido en algún momento "infiel" a su marido. En esta misma línea, según las investigaciones realizadas por la sexóloga Carol Botwin, una de cada dos mujeres entrevistadas por ella había sido "infiel". No obstante, la señora Botwin destacaba también que --en el caso de que haya habido "infidelidad" en una pareja-- las mujeres son las que generalmente salen peor paradas, pues no se mide con el mismo rasero ni merece socialmente los mismos calificativos la "infidelidad" de la mujer que la del hombre. De todas formas, concluye Carol Botwin, las mujeres jóvenes afrontan este asunto con mayor libertad y desenfado que las “maduras”, probablemente bastante más condicionadas aún por la educación recibida.

No deja de llamar la atención el hecho de que en algunos ámbitos sociales el significado fundamental de “fidelidad” se ciñe casi exclusivamente al campo de las relaciones sexuales o, más exactamente, a las normas sociomorales relativas a la sexualidad de la pareja institucional.

Según ello, la fidelidad sería ante todo una cuestión que afecta primordialmente al 50 % del individuo más o menos matrimoniado: de su cintura hacia abajo. Además, la magnitud y relevancia de tal infidelidad serían asimismo directamente proporcionales al grado de notoriedad alcanzado por la misma. Pongamos, como simple botón de muestra ficticio, a una hipotética señora, Rosa, doña Rosa.

Doña Rosa puede pasar buena parte del día entre ensoñaciones eróticas con los galanes de cine más deseables o con el vecino del tercero; a su marido, don Rosendo, no le importará en exceso mientras tenga garantizado que todo va a quedar en el recinto mental de "su mujer". De igual forma, y aparentemente en otro orden de cosas, doña Rosa puede desear minuto a minuto y hora tras hora la peor de las muertes a don Rosendo, porque apenas pueda soportar verlo bajo el mismo techo o --aún más-- escuchar sus ronquidos en la misma cama; sin embargo, tampoco será grave, mientras la cosa quede en el ámbito de sus deseos, y no en el de los hechos. Ahora bien, si doña Rosa resultara sorprendida en la cama con otro hombre o se viese todos los martes al mediodía con él, ardería Troya, pues entonces le habría sido "infiel” (es decir, se habría transgredido el principio de la exclusividad sexual). Los “cuernos”, sobre todo en algunos países mediterráneos, pueden llegar a convertirse en auténticas tragedias, y suelen ir ligados inexorablemente a una historia de “infidelidad” (sexual, por supuesto).

Sin embargo, “fidelidad” tiene un significado más amplio, más hondo, también --si se me permite-- más serio. Por ejemplo, una persona es considerada fiel cuando su vida y su conducta responden a la confianza que otro u otros han depositado en ella, por lo mismo que llamamos “leal” a alguien (incluso a determinados animales) por considerarlo incapaz de engañar o traicionar, dado el buen concepto que tenemos de él.

Encontramos también significados distintos de “fidelidad” en ámbitos muy diferentes del estrictamente sexual. Así, decimos que una balanza es más o menos “fiel” según su mayor o menor exactitud y justeza a la hora de pesar. Afirmamos que un determinado periódico recoge o no recoge “fielmente” tal o cual noticia. Incluso en Botánica se utiliza este término en un sentido muy significativo: cuando una determinada especie vegetal se circunscribe a un área determinada se dice entonces que se trata de una especie de gran “fidelidad”, mientras que su “fidelidad” es sólo accesoria si tal especie puede prosperar en otros muchos ambientes y, sobre todo, cuando tiene graves dificultades en desarrollarse en el ambiente en cuestión.

También en el mundo de las relaciones laborales se utiliza la palabra “fidelidad”. Así, por ejemplo, si una empresa despide fácilmente a sus empleados o algún empleado cambia sin más preámbulos de empresa, o bien --debido a las propias “necesidades del mercado”-- un puesto de trabajo es eminentemente circunstancial, se dice entonces que ha habido “infidelidad” por parte de la empresa o del trabajador, o que no puede garantizarse una “fidelidad” consolidada en ese puesto de trabajo.

Es sabido que sobre todo entre los siglos VIII y X el vasallo prestaba “juramento de fidelidad” a su señor (esta costumbre medieval no constituyó una innovación histórica propiamente dicha, pero no deja de ser paradigmática de lo que estamos diciendo): aparece así un significado estrictamente jurídico y legal de la “fidelidad”. Muy posiblemente, el señor feudal quería tener la plena seguridad de que sus vasallos iban a ejecutar sus órdenes y cumplir sus obligaciones. Por ello, tras prestar juramento, quien osaba poner en tela de juicio o desobedecer sus compromisos incurría en un grave delito de perjurio. Obviamente, el señor exigía el “juramento de fidelidad” sobre todo por desconfianza.

Con ello se da un giro de ciento ochenta grados en la concepción de la fidelidad: a la confianza le sustituyen el recelo y la sospecha (mientras todo vaya bien, no tendrás problemas, pero ¡ay de ti como me engañes, es decir, como me seas infiel!). Frente a la fidelidad entendida como consecuencia del talante personal se opone ahora la fidelidad como obligación legal, prescrita por el señor (feudal, Dios, el juez, el jefe del clan o... el marido).

No tiene mucho de extraño, pues, que hoy la fidelidad, especialmente en el terreno de los derechos y obligaciones sexuales de los miembros de la pareja institucional, venga planteándose en términos bastante similares, por lo que pocas veces se sabe a ciencia cierta qué está esperando realmente un cónyuge del otro y --con perdón por el posible galimatías-- qué espera uno que espere el otro de uno.

Para comprobarlo, basta escarbar un poco los motivos reales que mueven a no pocas “fidelidades” e “infidelidades”. Por ejemplo, en más de un caso, a nuestra doña Rosa no se le ocurre "pegársela" a su marido, don Rosendo, "hacerle lo mismo", hasta que se entera de su aventura, lo que --en el fondo-- significa que le ha sido "fiel" hasta ese momento por motivos eminentemente contractuales: no ligo, si tú no ligas; si ligas, ligo. Es decir, monogamia por decreto, hasta que con el desliz de uno pueden romperse los diques de la poligamia, más o menos estable.

En cualquier caso, es de esperar que, si don Rosendo cree necesario exigir fidelidad sexual a doña Rosa, esté igualmente convencido de la bondad y conveniencia de la misma también para sí mismo. No sea que este asunto de la fidelidad sea una pura coartada para dejar al otro cónyuge en casa y con la pata quebrada (a la vez que oímos el tintineo en nuestro bolsillo de la llave de su cinturón de castidad) mientras el otro monta una juerga cada vez que le place, eso sí, a escondidas y proclamando que no tiene importancia alguna y que la sigue queriendo como el primer día.

Suponiendo que se reconoce (que es mucho reconocer) la plena igualdad de derechos y obligaciones entre los hombres y las mujeres en el terreno de la fidelidad sexual, algunos dan la impresión de defenderla sobre todo por pura pereza de plantearse otros horizontes o por miedo a "meterse en líos" incómodos. En tal caso, resultaría deplorable tal postura no por la existencia o inexistencia de aventuras y correrías eróticas extraconyugales, sino por su motivación de fondo: el pusilánime y el aburrido de la vida impone al otro su tedio y apocamiento.

Hay otros que, en principio, no descartarían revisar sus usos y costumbres sexuales, en el caso de que surgiera alguna vez una relación que les mereciera la pena y resultase gratificante. Puede incluso que no estén excesivamente descontentos con su pareja ni deseen modificar radicalmente su situación. Sin embargo, nunca se atreverán a cuestionar realmente sus relaciones sexuales monógamas y posesivas por temor a que el otro pudiere hacer lo mismo. Así, acabamos de decir que no es raro ver en parejas que habían observado escrupulosamente el código tradicional sobre fidelidad sexual, cómo uno de ellos busca compulsivamente tener relaciones sexuales extraconyugales por haberse enterado de que el otro las había tenido previamente (“me la ha herido”, “me ha traicionado”, “le pago con la misma moneda”, etc...). Esto significa que las semanas, meses, años o lustros transcurridos en estricta “fidelidad” han sido entonces una simple transacción de resquemores, fundada en el miedo y el chantaje mutuos.

La fidelidad puede estar basada también en la vergüenza y en el “qué dirán”. El sujeto concreto de ese “qué dirán” es muy variado: padres, familia, amigos, vecinos, compañeros de trabajo o contertulios de bar... “Padecer” una infidelidad entraña exponerse a estar en boca de “todo el mundo”, lo cual resulta difícilmente soportable. De todas formas, la gravedad de la “dolencia” depende en gran medida de que el “paciente” sea un hombre o una mujer (cuando resulta socialmente “bochornoso” es casi siempre en el primer caso). Forma parte de la condición humana, pero no por ello deja de ser triste que la realización de la vida sexual de una persona esté a merced de lo que otros puedan opinar sobre ella...

Especialmente en el caso de las mujeres, un motivo tan triste como comprensible de no incurrir en “infidelidad” es no acabar en la calle en caso de descubrirse el “desliz”. Por desgracia, en numerosos casos buena parte del poder, del dinero y del “honor” sigue estando aún en manos del hombre. Ciertamente, la situación va cambiando lentamente, pero la mujer, sobre todo la que trabaja como ama de casa, depende económicamente del hombre, y -por ello- tiene hipotecada buena parte de su vida. Muchas amas de casa protestan vehementemente cuando oyen este tipo de mensaje (y realmente habrá algunas que se sientan felices y realizadas dedicando su vida al cuidado del hogar y de la familia), pero cuando surgen en la pareja graves problemas de convivencia (incluso malos tratos frecuentes, físicos y psíquicos) quizá tales protestas cesan o decrecen en decibelios.

Posiblemente habrá quien aduzca como primera razón de su fidelidad el hecho de que “no está bien” la infidelidad, sin pararse a pensar en qué basa su juicio realmente. Otros, en cambio, se remiten a ciertos mandatos, que no dependen de la voluntad de los seres humanos, pues provienen de Dios mismo (musulmán, judío, cristiano, hindú o maya...).

Hay quien es fiel durante mucho tiempo, incluso durante toda su vida, por puro miedo a sí mismo: teme hacer el ridículo, no tener experiencia, ser rechazado, sentirse culpable... La fidelidad se torna así una inextricable realidad de sabor agridulce. Sin embargo, quien desea (o no le importaría) ser infiel, pero no lo es a pesar suyo, es --además de un masoquista-- tan infiel como el que se permite la “aventura”.

Otros afirman que, a no ser un caso muy excepcional, raramente compensa a fin de cuentas la infidelidad: casi siempre se rodea, se quiera o no, de embustes (unos para encubrirla y otros para conseguirla). Cuesta dinero, tiempo, invitaciones, e incluso, con un poco de mala suerte, al final del camino proporciona más de un sobresalto: ciertamente, hay aventuras fugaces en las que apenas quedan jirones atrapados en las alambradas del cariño, del interés o de la pasión, pero en ocasiones la relación vivida insiste en sobrevivir a todo costa (aunque, a menudo, sólo es uno quien insiste, mientras que el otro resiste), y lo que empezó como fiesta termina viviéndose como extorsión.

Hay otros que se han visto impelidos a la fidelidad, aun con gran sorpresa por su parte, por estar enamorados. No se sabe cómo ni por qué, pero en el enamoramiento el deseo sexual, la mirada y la pasión sólo tienen ojos para la persona amada. ¿Por qué el enamorado no tiene deseos de infidelidad alguna? ¿El impulso a la infidelidad proviene del desamor preexistente? ¿Del aburrimiento?

Por otro lado, no es un buen síntoma que habitualmente se asocie en el lenguaje corriente infidelidad (sexual) con aventura, pues -en buena lógica- se corre el peligro de reunir también en un solo paquete fidelidad y monotonía. En cualquier caso, sería deseable que, eligiendo cada uno lo que crea oportuno en este ámbito, lo que fundamentalmente quedara desterrado en cada opción concreta fuese la desidia, la resignación y la incuria.

Los que más se escandalizan o gustan de despellejar a quien se le ha conocido un “desliz” suelen ser individuos envidiosos, resentidos y frustrados. Con todo lo que ha avanzado la técnica, con todos los descubrimientos que año tras año jalonan la historia de la ciencia, determinada gente se empeña aún en no querer reconocer que viviríamos mucho mejor si nos dejáramos en paz los unos a los otros. Probablemente, quien es incapaz de aceptar que cada uno vive como cree y quiere en conciencia, guarda en su interior un descomunal mundo de conflictos reprimidos y deseos insatisfechos.

La fidelidad no debe ser primordialmente un deber, una obligación, un derecho o un precepto, sino un regalo, dado como tal, recibido como tal. Si soy fiel es porque quiero. Y si el otro quiere estar conmigo, aquí y ahora, es porque quiere. Si prefiere a otro, posiblemente es porque no me quiere (¿ya?) o porque ha dejado de sentirse querido. Ninguna otra prueba de amor es más patente que la libertad del otro eligiéndome como su compañero. Cuando monto una escena de celos o me reconcome la duda, no estoy poniendo en entredicho su fidelidad, sino su amor (en el fondo, el mío propio).

A veces, da la impresión de que quien exige más fidelidad (como si ésta fuese cuantificable y tangible) es quien la vive como un armisticio, siempre en peligro de que se desencadenen de nuevo las hostilidades. El individuo empeñado a ultranza en asegurarse la fidelidad del otro tiene necrosado su corazón por el íncubo de infidelidades latentes: las quiere borrar de sí mismo, proyectándolas en el otro. Así, los más feroces defensores de la exclusividad sexual desconfían sistemáticamente de la vida y de sí mismos.

La infidelidad y la fidelidad no se pactan: son entitativas, es decir, forman parte constitutiva del talante de una persona, de tal forma que cualquier otro planteamiento, aun siendo aceptable, es subsidiario y derivado. Una pareja (o un trío, o lo que sea...) no ha de ser fiel o infiel por el hecho de ser pareja (o trío, o lo que sea...), sino por libre deseo de sentirse así más a gusto en la vida. Un matrimonio, por ejemplo, que no se ama desde hace tiempo, no es “fiel” por el hecho de no haber mantenido relaciones sexuales con terceros (tal hecho es en sí mismo puramente accesorio): ambos son profundamente infieles consigo mismos por corromper la única realidad con la que se deberían haber comprometido: el amor.

No hay mayor infidelidad que resignarse indefinidamente a que la convivencia (también sexual) no sea fruto del amor mutuo y de la libertad compartida. Cuando no se ama, cuando uno se siente atado de pies y manos, cuando lamenta interiormente su desgracia por no ser y hacer lo que desea, cuando en los momentos de lucidez se reconoce tener una doble vida (la que se hace y la que se desearía hacer), se es profundamente infiel (sobre todo consigo mismo).

Cada individuo debería levantarse cada mañana con el objetivo primordial de sentirse lo más a gusto posible, y una de las condiciones más elementales para ello consiste en ser fiel a la vida y no traicionarse a sí mismo ni a ningún otro en todo aquello que considera valioso. Así, por ejemplo, un ciudadano no es fiel a sus ideales por votar siempre y sistemáticamente al mismo partido político o por aceptar sin rechistar su programa, pues quizá esa fidelidad misma le lleve a criticar sus opciones anteriores y variar su intención de voto o solicitar su inclusión en otro grupo político. Y lo mismo se puede decir del investigador científico en relación con su compromiso de conducirse honradamente en su trabajo buscando sólo la verdad... El compromiso de fidelidad con el otro es siempre dinámico, vivo. En cualquier caso, está al servicio del bienestar mutuo, y para ahondar más y mejor en el amor y el bienestar recíprocos.


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