lunes, 8 de diciembre de 2008

Hace sesenta años


Próximo artíulo a publicar el lunes, día 10, en El Periódico de Aragón


El 10 de diciembre de 1948 fue aprobada la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Los países del mundo querían cerrar un horrendo capítulo de la historia de la humanidad, marcado por dos guerras mundiales, y en la Declaración se señala que “el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”. Repasando los acontecimientos más importantes de los últimos sesenta años, podemos constatar que ha continuando sucediéndose una multitud de hechos pavorosos e inhumanos, pero ya no nos debemos llevar a engaño en su diagnóstico: se sigue desconociendo y menospreciando los derechos humanos.

Por otro lado, allí se proclama como “la aspiración más elevada (…) un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria”, disfruten de la libertad, la justicia y la paz, basadas en “el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. Son palabras bellas que expresan los deseos de la mayor parte de la humanidad, pero al mismo tiempo contrastan con la cruda realidad existente en la Tierra. A lo largo de sus 30 artículos, a medida que van desgranándose los derechos fundamentales, el lector puede sentirse simultáneamente invadido por dos sentimientos encontrados: la emoción ante un maravilloso programa de acción por la mejora de vida de todos los seres humanos y la tristeza e indignación por la obscena utilización que en muchos países y en muchas épocas se ha hecho de tales derechos.

Si todos nacemos “libres e iguales en dignidad y derechos” (art. 1), muchos están abocados a vivir y morir en un océano de sangrantes desigualdades y falta de libertades. Piénsese, por ejemplo, en las torturas y los tratos inhumanos y degradantes a que se han visto sometidos millones de personas (art.5), en las detenciones, gulags y campos de concentración (art. 9), en la privación sistemática de la libertad de pensamiento y conciencia, o de la libertad de opinión, expresión y reunión (art. 18-20). Recuérdese el derecho al trabajo (23), al descanso (24), a la educación y la cultura (26 y 27), y compárense tales derechos con el estado real de cosas existente en nuestro planeta.

Si la dignidad es intrínseca (es decir, esencial y constitutiva) a todos y cada uno de los seres humanos, si todos tenemos los mismos derechos inalienables (es decir, nadie puede ser enajenado o privado de ellos), el mundo en que vivimos, lejos de ser la cristalización de “la aspiración más elevada” de la humanidad, prueba el maquiavélico cinismo con que en muchos casos actúan principalmente quienes tienen el poder financiero, económico, político y militar.

En estos momentos de crisis y recesión económica en el mundo, los mecanismos del poder no han visto límites a la hora de invertir cientos de miles de millones de dólares y de euros solo para sanear los circuitos financieros y económicos del Primer Mundo, dejando de lado una vez más las enormes carencias y desequilibrios existentes en el resto del planeta. Las naciones más potentes y desarrolladas han racaneado por sistema la dedicación al menos del 0,7 % de su PIB al mundo subdesarrollado y han atribuido la injusta distribución de la riqueza en el mundo a unas supuestas y platónicas leyes del mercado, independientes de todo órgano de decisión nacional e internacional. El resultado final de todo ese entramado económico, político y militar es que la Declaración Universal de los Derechos Humanos lleva sesenta años topándose con los intereses creados y egotistas del mundo más rico y poderoso.

Frente a ello, y particularmente en este sexagésimo aniversario de la Declaración, es necesario dar a conocer y hacer realidad que toda persona y toda familia tienen derecho a “un nivel de vida adecuado” que les asegure “la salud y el bienestar”, especialmente “la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios”, así como al disfrute del derecho a los seguros correspondientes en caso de enfermedad, desempleo, invalidez, vejez o viudez (art. 25).

La Declaración es una meta, a la vez que una hoja de ruta. Es también una utopía, que, en contra de lo que comúnmente se piensa, no equivale a lo imposible de alcanzar, sino al grado óptimo de una realidad hacia la que siempre hay que tender. Sin utopías reales y auténticas, la vida carece de tensión, de dinamismo, de verdadero sentido. Precisamente por eso, tan a menudo el poder y los poderosos están encantados con que las utopías parezcan una tontería o algo irrealizable.

Con utopías la vida y el mundo se ofrecen como mejorables, y por ello mismo no es descabellado pensar que otro mundo es posible, y luchar por ello. Las utopías son posibles y necesarias. La realización de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, también.

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