jueves, 26 de noviembre de 2009

La dignidad de Catalunya


Este editorial en defensa de Catalunya ha sido redactado conjuntamente por los 12 diarios cuyas cabeceras figuran al pie


Después de casi tres años de lenta deliberación y de continuos escarceos tácticos que han dañado su cohesión y erosionado su prestigio, el Tribunal Constitucional puede estar a punto de emitir sentencia sobre el Estatut de Catalunya, promulgado el 20 de julio del 2006 por el jefe del Estado, el rey Juan Carlos, con el siguiente encabezamiento: «Sabed: Que las Cortes Generales han aprobado, los ciudadanos de Catalunya han ratifi cado en referendo y Yo vengo en sancionar la siguiente ley orgánica». Será la primera vez desde la restauración democrática de 1977 que el alto tribunal se pronuncia sobre una ley fundamental refrendada por los electores. La expectación es alta.
La expectación es alta y la inquietud no es escasa ante la evidencia de que el Tribunal Constitucional ha sido empujado por los acontecimientos a actuar como una cuarta Cámara, confrontada con el Parlament de Catalunya, las Cortes Generales y la voluntad ciudadana libremente expresada en las urnas. Repetimos, se trata de una situación inédita en democracia. Hay, sin embargo, más motivos de preocupación. De los 12 magistrados que componen el tribunal, solo 10 podrán emitir sentencia, ya que uno de ellos (Pablo Pérez Tremps) se halla recusado tras una espesa maniobra claramente orientada a modificar los equilibrios del debate, y otro (Roberto García-Calvo) ha fallecido. De los 10 jueces con derecho a voto, cuatro siguen en el cargo después del vencimiento de su mandato, como consecuencia del sórdido desacuerdo entre el Gobierno y la oposición sobre la renovación de un organismo definido recientemente por José Luis Rodríguez Zapatero como el «corazón de la democracia». Un corazón con las válvulas obturadas, ya que solo la mitad de sus integrantes se hallan hoy libres de percance o de prórroga. Esta es la corte de casación que está a punto de decidir sobre el Estatut de Catalunya. Por respeto al tribunal –un respeto sin duda superior al que en diversas ocasiones este se ha mostrado a sí mismo–, no haremos mayor alusión a las causas del retraso de la sentencia.

Avance o retroceso
La definición de Catalunya como nación en el preámbulo del Estatut, con la consiguiente emanación de símbolos nacionales (¿acaso no reconoce la Constitución, en su artículo 2, una España integrada por regiones y nacionalidades?); el derecho y el deber de conocer la lengua catalana; la articulación del Poder Judicial en Catalunya, y las relaciones entre el Estado y la Generalitat son, entre otros, los puntos de fricción más evidentes del debate, a tenor de las versiones del mismo, toda vez que una parte significativa del tribunal parece estar optando por posiciones irreductibles. Hay quien vuelve a soñar con cirugías de hierro que cercenen de raíz la complejidad española. Esta podría ser, lamentablemente, la piedra de toque de la sentencia.
No nos confundamos, el dilema real es avance o retroceso; aceptación de la madurez democrática de una España plural, o el bloqueo de la misma. No solo están en juego este o aquel artículo, está en juego la propia dinámica constitucional: el espíritu de 1977, que hizo posible la pacífica transición. Hay motivos serios para la preocupación, ya que podría estar madurando una maniobra para transformar la sentencia sobre el Estatut en un verdadero cerrojazo institucional. Un enroque contrario a la virtud máxima de la Constitución, que no es otra que su carácter abierto e integrador. El Tribunal Constitucional, por consiguiente, no va a decidir únicamente sobre el pleito interpuesto por el Partido Popular contra una ley orgánica del Estado (un PP que ahora se reaproxima a la sociedad catalana con discursos constructivos y actitudes zalameras).

Los pactos obligan
El alto tribunal va a decidir sobre la dimensión real del marco de convivencia español, es decir, sobre el más importante legado que los ciudadanos que vivieron y protagonizaron el cambio de régimen a finales de los años 70 transmitirán a las jóvenes generaciones, educadas en libertad, plenamente insertas en la compleja supranacionalidad europea y confrontadas a los retos de una globalización que relativiza las costuras más rígidas del viejo Estado-nación. Están en juego los pactos profundos que han hecho posibles los 30 años más virtuosos de la historia de España. Y llegados a este punto es imprescindible recordar uno de los principios vertebrales de nuestro sistema jurídico, de raíz romana: Pacta sunt servanda. Lo pactado obliga.
Hay preocupación en Catalunya y es preciso que toda España lo sepa. Hay algo más que preocupación. Hay un creciente hartazgo por tener que soportar la mirada airada de quienes siguen percibiendo la identidad catalana (instituciones, estructura económica, idioma y tradición cultural) como el defecto de fabricación que impide a España alcanzar una soñada e imposible uniformidad. Los catalanes pagan sus impuestos (sin privilegio foral); contribuyen con su esfuerzo a la transferencia de rentas a la España más pobre; afrontan la internacionalización económica sin los cuantiosos beneficios de la capitalidad del Estado; hablan una lengua con mayor fuelle demográfico que el de varios idiomas oficiales en la Unión Europea, una lengua que, en vez de ser amada, resulta sometida tantas veces a obsesivo escrutinio por parte del españolismo oficial, y acatan las leyes, por supuesto, sin renunciar a su pacífica y probada capacidad de aguante cívico. Estos días, los catalanes piensan, ante todo, en su dignidad; conviene que se sepa.
Estamos en vísperas de una resolución muy importante. Esperamos que el Constitucional decida atendiendo a las circunstancias específicas del asunto que tiene entre manos –que no es otro que la demanda de mejora del autogobierno de un viejo pueblo europeo–, recordando que no existe la justicia absoluta, sino solo la justicia del caso concreto, razón por la que la virtud jurídica por excelencia es la prudencia. Volvemos a recordarlo: el Estatut es fruto de un doble pacto político sometido a referendo.

Solidaridad catalana
Que nadie se confunda, ni malinterprete las inevitables contradicciones de la Catalunya actual. Que nadie yerre el diagnóstico, por muchos que sean los problemas, las desafecciones y los sinsabores. No estamos ante una sociedad débil, postrada y dispuesta a asistir impasible al menoscabo de su dignidad. No deseamos presuponer un desenlace negativo y confiamos en la probidad de los jueces, pero nadie que conozca Catalunya pondrá en duda que el reconocimiento de la identidad, la mejora del autogobierno, la obtención de una financiación justa y un salto cualitativo en la gestión de las infraestructuras son y seguirán siendo reclamaciones tenazmente planteadas con un amplísimo apoyo político y social. Si es necesario, la solidaridad catalana volverá a articular la legítima respuesta de una sociedad responsable.

Publican este texto El Periódico de Catalunya, La Vanguardia, Avui, El Punt, Diari de Girona, Diari de Tarragona, Segre, La Mañana, Regió 7, El 9 Nou, Diari de Sabadell y Diari de Terrassa.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Raíces de la violencia machista

¿Objeción de conciencia o caradura?

Ártículo de Ignacio Lacasta, catedráatico de Filosofía del Derecho en la universidad de Zaragoza.



La consejera Kutz dijo no hace mucho que se sentiría orgullosa si recibiera una reprobación parlamentaria por el asunto del incumplimiento de la legislación sobre la interrupción del embarazo en Navarra. Ella lo interpretaba como un acto –la reprobación- contra “la objeción de conciencia”.

A los insumisos les castigaron con catorce meses de cárcel por objetar en conciencia al servicio militar y, además, por tener razón, dado que la “mili” obligatoria fue abolida posteriormente. Pero a los poderes públicos navarros –y sus titulares como Kutz- parece que el cumplimiento de la ley les resbala, que no va con ellos. Invocan la objeción de conciencia y ya está. Por eso es absolutamente necesario que el Ministerio de Justicia (que ya tarda) promueva la prometida ley sobre este asunto. Máxime cuando el Tribunal Supremo, en su Sentencia del 11 de febrero del 2009, ha dicho, a propósito de los padres desobedientes a la asignatura Educación para la Ciudadanía, que no hay objeción que valga porque:

“el reconocimiento de un derecho a la objeción de conciencia de carácter general, con base en el artículo 16.1 de la Constitución española, equivaldría en la práctica a hacer depender la eficacia de las normas jurídicas de su conformidad con cada conciencia individual, lo que supondría socavar los cimientos mismos del Estado de Derecho.”

Así que la ciudadanía y los poderes públicos, dice esta misma sentencia, lo que tienen que hacer es cumplir con la ley, como prescribe el artículo 9.1 de la Constitución:

“Esto es un mandato incondicionado de obediencia al derecho; derecho que, además, en la Constitución española es el elaborado por procedimientos propios de una democracia moderna.”

Democracia moderna que no ha llegado para las mujeres navarras. Es cierto que el Tribunal Constitucional en 1985 (Sentencia 53) reconoció que el personal sanitario podía aducir razones de conciencia para negarse a participar en un aborto legal. Pero no es cierto que toda la sanidad navarra sea objetora, como pretenden Kutz y el Gobierno foral. Baste recordar el calvario laico de Elisa Sesma y las coacciones que sufrió en 1990, para saber que eso no es así. Que, como dice la misma Elisa, los médicos de la red pública no son todos objetores, pero para realizar una interrupción voluntaria hace falta un equipo del que no se puede disponer “más que con el apoyo de la dirección del centro” (Diario de Noticias, 25.10.09). Y ahí, en los núcleos duros del poder sanitario, es donde se produce la obstaculización –que no la objeción- a quienes pudieran poner en práctica en la red pública la interrupción legal del embarazo.

Todas estas actuaciones retrógradas imperantes en la red pública sanitaria terminarían si los partidos políticos de izquierda (que son mayoría) lograsen que se implantasen en Navarra unos estudios laicos y públicos de Medicina en la UPNA. Lo que causa terror entre quienes mandan políticamente en Navarra, tan ultracatólicos ellos, porque ello supondría el principio del fin del monopolio del Opus Dei sobre la salud y la medicina en la Comunidad Foral. De quienes falsa e inhumanamente se creen que aquí tienen el control de la vida, la muerte y hasta del más allá.

Especial responsabilidad tiene el PSN (y a lo que hemos visto hace poco en estas tierras el mismísimo Zapatero), pues dan su voto y respaldo socialista para que gobierne no una fuerza conservadora cualquiera, sino una derecha tan cavernícola y contraria a la modernidad como la nuestra. Y con tanto descaro como la incandescente alcaldesa Yolanda Barcina, la heredera de Sanz, que asistió en Madrid a la última manifestación de fanatismo ultracatólico contra el aborto (y en realidad contra el Gobierno de Zapatero).

Una colega mía de profesión, Ángela Aparisi, profesora de la Universidad del Opus de Navarra, decía al diario francés Le Figaro para explicar la situación de las mujeres que tienen que abortar legalmente fuera de estas tierras: “Aquí somos muy católicos y protegemos la vida desde la misma fecundación. Nuestros médicos se dedican a sanar y aliviar a sus pacientes, no a cometer crímenes” (Diario de Noticias, 25.10.09).

Pues no Ángela, no; los médicos que interrumpen el embarazo legalmente no son criminales, sino ciudadanos y ciudadanas –como la ejemplar Elisa Sesma o el ginecólogo Pablo Sánchez- que se han propuesto cumplir con la ley. Y quienes son partidarios de la libertad de la mujer como criterio prioritario en este asunto y como parte importantísima del valor superior de la libertad en el artículo 1.1 de la Constitución, tampoco han cometido ningún asesinato ni contribuido a tal cosa; como ya lo argumentara en su día el, por cierto, asesinado de verdad Tomás y Valiente desde su voto particular en el Tribunal Constitucional a favor del derecho a decidir de las mujeres.

En Navarra no todos son muy católicos y ni siquiera católicos. Además de descubrir el auge de los matrimonios civiles por estos pagos o los seminarios tan vacíos de jóvenes como muchas iglesias los domingos, Ángela se asombraría al saber la cantidad de personas agnósticas, ateas, laicas (religiosas o no), musulmanas, protestantes, que hay en nuestra Comunidad Foral. Además, se olvida del carácter aconfesional o laico del propio Estado español y sus poderes públicos –incluso los navarros- y del obligado cumplimiento de la ley, según la propia Constitución exige e indica el Tribunal Supremo el año 2009 (porque no acoge este órgano judicial ninguna objeción general de conciencia).

Desde luego, hay una Navarra uniforme, que es esa que se pretende muy católica. Pero hay también una Navarra henchida de pluralismo, plural, representada por la mayoría del Parlamento foral que ni es de UPN, ni del PP ni de derechas. Hay vida más allá del Diario de Navarra y sus esquelas, como lo revela cotidianamente la presencia de este otro periódico y estas mismas páginas.

Quizá, al final, todo sea cuestión del uso de diferentes lenguajes. Que donde Escrivá de Balaguer hablaba de “santa desvergüenza”, lo que aquí y ahora se ve, en lo tocante a la interrupción del embarazo en Navarra, es desobediencia impune de la ley o, sencillamente, la tradicional caradura teocrática de quienes nos mandan sin tener mayoría en el Parlamento foral ni en nuestra sociedad. *catedrático de Filosofía del Derecho.

Libro recomendado

José Saramago, CAÍN, . Alfaguara, Madrid, 2009, 189 pàginas

martes, 24 de noviembre de 2009

¿Libertad?


En unas recientes declaraciones, el jefe católico de Zaragoza, Manuel Ureña, afirmaba que el cristianismo fue el primero en introducir la idea de libertad en la cultura occidental, lo que me dejó bastante pensativo: repasando la historia del mundo occidental en los últimos dos mil años, no veo precisamente libertad en buena parte de sus acontecimientos.

De hecho, al poco de verse legalizado el cristianismo con el Edicto de Milán (313) del emperador Constantino, y tras un breve período de tolerancia y libertad de culto para todas las religiones, quedaron prohibidos los cultos y las festividades del paganismo, los judíos fueron amenazados con la hoguera, e incluso se les prohibió tener esclavos como los cristianos (en ningún momento, éstos consideraron incompatible la esclavitud con sus valores morales). Posteriormente, el emperador Teodosio (que proclama al cristianismo única religión oficial en el 380) castiga con la pena de muerte los matrimonios entre judíos y cristia­nos. En esos mismos años, a los “herejes” se les retira el derecho a ser funcionarios en la corte y en el ejército, y sufren condena a no poder hacer testamento o ser tenidos en cuenta en los testamentos. A los apóstatas se les expulsa de la sociedad, privándoles también de la capacidad de testar y heredar. También a los jueces que se oponían a estas leyes y los altos funcionarios que acudían a un templo para adorar a los dioses, debían renunciar a sus cargos, además de pagar fuertes multas.

Dice una leyenda que marchaba Constantino en el 312 con sus soldados hacia el glorioso triunfo sobre su contrincante Majencio, cuando vio la forma de una cruz sobre el sol, con el lema: “con este signo, vencerás”. Y aquellos vaticinios se vieron cumplidos: finalmente, por obra y gracia de dios y de sus instrumentos en la Tierra, el cristianismo llegó a ser (con permiso de judíos y musulmanes) la única religión verdadera. El resto de la historia del cristianismo institucional es una historia de lucha por y con el poder, de acumulación de privilegios, de eliminación de la disidencia y de sometimiento de la conciencia, la libertad y los derechos humanos de la inmensa mayoría de la población.

Portaban ese signo triunfante de Constantino los cruzados medievales, los conquistadores del continente americano, los señores feudales y los inquisidores. En su nombre el catolicismo disfrutó durante muchos siglos en exclusiva de la potestad de censura y de dictaminar lo verdadero y lo falso. Expulsaron a judíos y moriscos, torturaron y arruinaron millones de vidas, anularon de raíz a las mujeres y reprimieron ferozmente cualquier atisbo de sexualidad que no se ajustara a sus dictados y esquemas.

Ante tamaña dictadura católica del pensamiento y de la libertad de conciencia, hincaron su rodilla o sucumbieron cruentamente miles de científicos y pensadores (repárese, por ejemplo, en Galileo o Giordano Bruno) y fueron prohibidas e incluidas hasta el año 1966 en su Índice de Libros Prohibidos más de 4.000 libros o autores; entre ellos, Copérnico, Rabelais, Descartes, Zola, Montesquieu, Hume, Kant, Schopenhauer, Bergson, Víctor Hugo, Marx, Dumas hijo, e incluso un libro de Teresa de Jesús y El lazarillo de Tormes.

Pío IX declara “anatema” en una encíclica al que diga “todo hombre es libre de abrazar y profesar la religión que considere verdadera según las luces de su razón” o “la Iglesia no tiene derecho a emplear la fuerza” o “es sin duda falso que la libertad civil de manifestar abierta y públicamente cualesquiera opiniones e ideas conduce a corromper las costumbres y las mentes de los pueblos”, Pío X declara, a su vez, en otra encíclica que “es conforme al orden establecido por Dios que haya en la sociedad humana príncipes y súbditos, patronos y proletarios, ricos y pobres, sabios e ignorantes, nobles y plebeyos”.

La lucha por la libertad y las libertades se ha llevado a cabo siempre frente al poder constituido, y desde el 313 el catolicismo raramente ha dejado de estar en y con el poder. Cada uno en su campo y con sus armas, una ingente cantidad de intelectuales y personas de acción (como botones de muestra, Camus, Feuerbach, Kant, Voltaire, Spinoza, Joaquín Costa, Azaña, Simón Bolívar, Condorcet, Giner de los Ríos, y tantos otros), han ido conquistado la libertad y las libertades, a pesar de la troglodítica intransigencia católica con que han ido topándose en el camino. Algunos de ellos, junto con millones de creyentes de buena voluntad, sostienen planteamientos cristianos de liberación (por ejemplo, Boff, Ellacuría, Camilo Torres y Óscar Romero), pero han experimentado en propia carne las sanciones, la censura o el rechazo de la jerarquía católica, parte constitutiva, de hecho, del poder.

Si alguien aduce como respuesta que todo eso pertenece al pasado y hay que mirar hacia el futuro, debería abstenerse al menos de afirmar públicamente que el cristianismo ha sido el elemento introductor de la libertad en el mundo occidental. Eso es sencillamente faltar a la verdad (no hay mayor falsedad que una verdad a medias).

Mañana, Día contra la violencia machista

martes, 17 de noviembre de 2009

El derecho a vivir y morir bien

El jueves pasado, en el zaragozano Paseo de Cuéllar estaba la gente conmocionada: un chico joven se había suicidado, y la noticia iba extendiéndose como la pólvora de corrillo en corrillo. Aquella mañana, tranquila y soleada, parecía estar sacudida por un terremoto, entre coches de la policía y furgones funerarios, pues pocas cosas alteran tanto el curso habitual de la vida como la muerte, especialmente si esa muerte ha sido escogida directamente por una persona.

Me enteré realmente de qué había pasado al entrar a comprar en una tienda cercana, donde una mujer estaba haciendo un diagnóstico (?) del suceso: los suicidas están mal de la cabeza. Aquella mujer no reparaba en que, en algunos casos, quien busca voluntariamente la muerte está en condiciones de darnos unas cuantas clases de entereza y lucidez. Y así, de vuelta a casa, resolví permanecer en un saludable torbellino de preguntas.

Todos queremos vivir. La vida nos parece un bien hermoso y valioso que deseamos igualmente a cuantos nos rodean. Por eso lo proclaman el artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU (todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona) y el artículo 15 de la Constitución Española de 1978 (todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte). Precisamente por ello, sobre la base de que la libertad es consustancial al ser humano, de la libertad de conciencia y de la potestad inalienable que cada persona tiene a decidir sobre su vida y su muerte, el derecho a la vida (buena vida y vida buena, como dice Séneca) se extiende también al derecho a la muerte (buena muerte y muerte buena).

Son siempre un misterio las razones que llevan a alguien a terminar con su vida, y deberíamos percibirlo siempre desde un sincero respeto. Tal decisión nunca se toma a la ligera y a menudo está rodeada de circunstancias duras y difíciles. En esta misma línea, son igualmente misteriosos los motivos que llevan a tanta gente a seguir viviendo: no pocos parecen montados sobre una cinta transportadora en la que se dejan llevar al pairo de lo que va surgiendo día a día, sin apenas consciencia de sí mismos, sin otro motivo para ser y hacer que lo que socialmente se piensa, se dice, se hace, se lleva, se cree o se espera, bajo el dictado de ese sujeto impersonal (“se”: nadie en concreto, supuestamente todos) que parece eximir de tener que ser libre, consciente y responsable.

Kant llama a este estado “autoculpable minoría de edad”, es decir, la “falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de la razón sin la guía de otro”. De ahí que escriba: “¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi conciencia moral, un médico que me prescribe la dieta, etc., entonces no necesito esforzarme. Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar; otros asumirán por mí tan fastidiosa tarea. Aquellos tutores que tan bondadosamente han tomado sobre sí la tarea de supervisión se encargan ya de que el paso hacia la mayoría de edad, además de ser difícil, sea considerado peligroso para la gran mayoría de los seres humanos (y –entre ellos- todas las mujeres)”.

Existir debería ser siempre un acto permanente de gozoso, consciente y libre zambullirse en la aventura del vivir. Una botella o un lapicero son lo que son, están definitivamente terminados, pero los seres humanos estamos siempre por hacer: cada instante decidimos quiénes somos y no somos, qué hacemos con nosotros mismos, incluso echarnos a perder. Podemos decidir también morir.

Vivimos en un medio sociocultural donde durante siglos se ha producido una cierta sacralización de la vida humana. Sin embargo, mi vida me pertenece, está en mis manos, soy su pleno dueño, para bien o para mal. Hay quien por amor a la vida desea no tanto morir, cuanto no seguir viviendo en un determinado estado o circunstancias. Escoge morir, porque el derecho a la vida y el derecho a la muerte son elementos biunívocos de una sola realidad.

El derecho a morir conlleva el derecho al alivio del sufrimiento mediante una asistencia paliativa de calidad. Todos tenemos derecho a una muerte digna, apacible, libre, consciente, responsable y asumida desde y por amor a la vida misma. El acabamiento de la vida, en lugar de resultar traumático, debería contar con la posibilidad de que legalmente existiese el suicidio médicamente asistido. Y es que todos tenemos el derecho de morir en libertad, sin dolor innecesario, entre el cariño de nuestros seres queridos y, por qué no, también con una sonrisa.