lunes, 31 de mayo de 2010

Por Madrid, 4


A principios de los ochenta, cantaba en la noche de los fines de semana en Bóvedas Pub, en la calle Moratín. Eran tiempos intrincados, pero muy intensos también. Fue maravilloso volver a ver aquellos parajes. Por supuesto, el pub estaba cerrado (era plena mañana).
Hace tiempo escribí esto, que ahora forma parte de una novela ue me gustaría publicar ("La buhardilla"):

Noche de viernes. Último fin de semana que haces de cantautor aficionado. Sí, todo empezó medio en broma, también como un reto personal. Me pagan cuatro perras, pero estaba tan aburrido a comienzos del verano que me ofrecí para cantar los fines de semana en un pub de la zona de Huertas. Allí canto y acompaño con la guitarra durante unas dos horas, cada fin de semana, mis propias canciones, canciones que no interesan a nadie. En realidad, no lo hago por el dinero, irrisorio, que me pagan. Siento un placer extraño desnudándome en público con mis canciones. De hecho, no canto, en realidad lo que hago es regurgitar pedazos de mis tripas. Los que vienen al pub desconocen el strip-tease al que someto a mi alma. Son espectadores indiferentes a mi desnudez, ajenos a los desgarros interiores del payaso que actúa sobre el estrado, un micrófono ante su boca, otro más rozando su guitarra, a la vez que intenta disimular su narcisismo herido. Me gusta y me disgusta a la vez cantar ante la gente, aunque la mayoría de ellos ni se fije en la cara del titiritero. Hablan, beben, confunden sus lenguas en un océano de besos precursores de otros besos y otras caricias más íntimas, se esfuerzan por seducir, hacen como que aún no están plenamente seducidos, entran y salen cuando les viene en gana, para eso son los clientes y pagan.

También esta noche me iré desangrando a borbotones, mientras ensarto sin orden ni concierto mis canciones de adolescencia, de juventud, de madurez, de vejez, de agonía final. En el pub rebotará mi voz contra las paredes, transformándose en un alarido en el vacío que nadie escucha. Volveré a exponer esta noche mis heridas abiertas a los ojos de un público que asiste a mis propias exequias sin saberlo, por pura casualidad, entre copa y copa. Hoy te noto especialmente triste. Echas de menos a Sandro….Sandro es un agujero negro que absorbe cada uno de mis pensamientos y anhelos, que no deja escapar al exterior una sola partícula de mi vida sin estar pintada de sus colores. Esta noche me siento triste al pensar en él. Cada nota y cada pausa, cada estrofa y cada silencio se transformarán en un trozo de su carne y de su risa. La gente seguirá con sus chistes y sus manoseos, pero yo estaré llorando por dentro. No verán a un hombre que nada cansinamente por la vida a fin de mantenerse a flote como sea, aferrado al tablón de su último naufragio. De nada les culpo, pues no tienen ninguna obligación de que sus ojos perciban ese proyecto de bufón que les canta. Ese muñeco de trapo que está subido en el estrado, sudando bajo los focos, ajustando torpemente los micrófonos, es en realidad un niño que echa de menos a otro niño, ahora de vacaciones con su madre, dormido plácidamente en su cama de la playa, a quien tanto deseo estrechar entre mis brazos... Dentro de unos días regresará a Madrid. Y con él recobraré la parte de mí mismo que aún desea seguir con vida.

Duérmete, Sandro, hijo mío, que me hieres tanto esta noche. Aprieta con fuerza tus tres años, sueña, no te despiertes. Dentro de un rato cantaré para ti. En el fondo de mi corazón, tú y yo sabremos que te estaré cantando una nana.

Las luces y los focos ciegan mis ojos, y sus bolsos, las mesas y las copas son solo oscuridad. Canta un grillo en el pub, llama a cualquiera que esté dispuesto a acabar con su canto de un pisotón...

Me quema el hecho de que existas, hijo mío, eres una dentellada en pleno cariño, en plena indiferencia, en esta indiferencia que me asola por dentro... Lo indiferente... Todo... O yo solamente. O nadie. Falta el aire. Duerme el silencio, callado, acallado, como esta pesadilla por nacer nunca (indiferente)... Muy pronto jugarás de nuevo en la buhardilla con tu coche de bomberos, pintarás aviones, montarás en tu triciclo por el parque... El día que me digas “por mí no te preocupes, me hago cargo”, ese día sabré ya que puedes entender la flaqueza de los otros porque la has padecido en tu propia carne...

Se suceden las canciones... Duerme, Sandro, hijo mío. Aquí tienes esta nana de tu padre. Escoliosis de la ilusión. Abulia. Alguien aplaude. Comienzo agreste del paseo por el glaciar de la vida de tu padre. Otra canción. Y otra. Pasión (indiferente). Soledades cruzadas queriendo alcanzar el alma del otro. (¿Nos vamos? Sí, yo también te deseo. ¿A tu casa o a la mía? Camarero, la cuenta, por favor. ¿Tienes condones a mano o tenemos que comprarlos?). Impacto, muerte, ardor (indiferente)... Sorbo a sorbo (de licor o de cicuta) va feneciendo la espera... Mantenerse firme (indiferente). Y siguen las canciones....

Duérmete de nuevo, Sandro, hijo mío. Me hago niño contigo, mientras esta noche suena en la buhardilla la melodía del “Lobo feroz” de la caja de música que te compré hace unos meses… Duerme, sueña que tu padre está jugando contigo en su cueva pobre y caliente. Por ti vivo, quiero cantarte ahora la verdad aberrante de mi vida. Por ti me sostengo ilusionado en la zozobra, por ti me levanto y prosigo mi camino cada día. Contigo comparto mi ración de pan y de vida, amasada entre clases, traducciones y canciones. Duérmete, Sandro, hijo mío, no te despiertes. Que mis manos están ahora acariciando tu vida, la que tú me regalas con tus besos.

Anda, canta la última canción y vete a casa. De acuerdo. Allá va.

Y canto, por fin, mi última canción.

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