lunes, 30 de agosto de 2010

Falos, homúnculos y mujeres

Artículo a publicar el próximo miércoles  en El Periódico de Aragón

Recuerdo esas diosas de la fertilidad del Paleolítico Superior; por ejemplo, esa Venus de Willendorf, que de chaval me parecía casi grotesca y que ahora admiro como un himno a la naturaleza, a sus ciclos y su renovación permanente. Allí estaba la mujer, reconocida públicamente en su plenitud natural, entronizada como fuente de vida. Más tarde, apareció el falo, siempre en erección, en la India, Egipto, Grecia…, y la mujer fue languideciendo socialmente. 
No sé qué tiene la testosterona, pero parece no poder estar quieta si no demuestra la fuerza y consigue la supremacía frente a otro. La obsesión del varón inseguro por la potencia acabó por negar a la mujer su identidad, sus capacidades, su papel natural en el grupo. Ciñéndonos a nuestra cultura, Aristóteles recoge afirmaciones delirantes de una supuesta embriología de aquel tiempo, mantenidas hasta bien entrado el siglo XVI: el varón procrea, la mujer concibe; el varón es el “principio activo” en la procreación; la mujer es solo el “principio pasivo”, un receptáculo del nuevo ser hasta el momento del parto. Y como –decían- “todo principio activo produce algo semejante a él”, en realidad todos deberían nacer varones, pero algunas veces nacen mujeres porque se dan circunstancias desfavorables (“húmedo viento  del sur, con abundantes precipitaciones”…, teologiza Tomás de Aquino). Aristóteles llama a la mujer en su “Generación de los animales” “varón mutilado” (arren peperomenon), Alberto Magno la tacha de “defecto de la naturaleza” y Tomás de Aquino de “varón fallido” y “varón defectuoso”. La culpa, según ellos, la tiene el “exceso de agua” (uno de los cuatro principios elementales de la naturaleza), muy desfavorable para que se desarrolle el varón, y como las mujeres tienen exceso de agua, pueden “ser seducidas más fácilmente por el placer sexual”, pues les cuesta mucho más resistir porque poseen “menos fuerza de espíritu”.
La mujer carga con todos esos sambenitos que tan contento dejan al falo inseguro y lleva a cuestas desde su nacimiento un fracaso inapelable, pues los sabios, los pensadores, los teólogos pontifican que la mujer misma es un fracaso biológico. De paso, no es persona, ni ciudadana. No es nada.
Pasan los años, la ciencia va perfeccionando poco a poco el microscopio y a finales del siglo XVII se descubre el espermatozoide en el semen humano. Sin embargo, como la ciencia no está exenta a veces de dejarse llevar por los prejuicios, algunos ven inmediatamente en la cabeza del espermatozoide “hombrecillos” (homúnculos”), plenamente formados (preformados), completos, en miniatura, acurrucados en posición fetal. Algunos teólogos idearon la teoría de que en los testículos de Adán estaba enclaustrada toda la humanidad (Eva, claro está, no contaba).  Ese hombrecillo pequeño y completo, idéntico a un adulto, salvo en el tamaño, lo pone el varón, por supuesto, dentro de la mujer para que crezca hasta su nacimiento. Desconozco si ello planteó otros problemas morales, pues con tal teoría es de imaginar la matanza de hombrecillos que acontece cada vez que hay una eyaculación. 
Hay, pues, una constante a lo largo de la historia: la mujer permanece sojuzgada, ninguneada, sin derechos, solo con las obligaciones “propias de su sexo”. A mediados del XIX, la embriología descubre y reconoce definitivamente que la fecundación se produce mediante la conjunción del óvulo y del espermatozoide, estableciéndose el número cromosómico y definiéndose el sexo del embrión según el espermatozoide porte un cromosoma X o Y. Sin embargo, permanece la constante: la mujer no tiene derecho a voto, o a abrir y tener una cuenta bancaria o a casi nada. Hasta hace poco, circunscribiéndonos a España, es madre y esposa, descanso del guerrero, sumisa, pasiva y obediente en el cumplimiento del débito conyugal, sin acceso al mercado laboral, a las profesiones liberales, salvo con autorización del marido. Eso sí, debía estar guapa para él, cocinar con gusto, gastar poco y sonreír siempre, aunque el corazón le sangrara.
Una buena parte del progreso social habido en nuestras sociedades occidentales se ha debido a la revolución producida por el movimiento por la liberación y la igualdad de la mujer. Queda mucho trecho, es cierto, hasta llegar a la plena igualdad de derechos y obligaciones entre el hombre y la mujer, pero es de desear y esperar que prosiga por el bien de todas y de todos. Sin embargo, sigue abierta una brecha enorme en los países subdesarrollados.  Por tal motivo, por ejemplo, Rita Levi-Montalcini, premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1986, instituye la Fundación que lleva su nombre, cuyo objetivo básico es la educación y formación de las mujeres africanas, con becas de estudio, centros de formación, etc. sobre la base de que la educación y el conocimiento es la pieza clave para el progreso de un país. Un buen ejemplo a seguir, sin duda.
Ojala pronto el falo, en lugar de la fuerza, el sometimiento, la sujeción y el abatimiento, busque la convivencia pacífica en el placer, la igualdad y el respeto. Ojalá, sí, ojalá…

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