martes, 10 de agosto de 2010

Ni peras ni manzanas


Artículo a publicar mañana en El Periódico de Aragón
Un juez federal ha declarado constitucional el matrimonio homosexual en California. Sólo en el verano de 2008, ya hubo 18.000 parejas gais que se casaron por esos lares, a pesar de los impedimentos legales, las protestas y la rasgadura de vestiduras de algunas personas biempensantes. Es de suponer que una buena parte de los californianos y de las personas de todo el mundo se ha alegrado de la noticia, pues siempre es positivo que cada cual tenga el derecho de hacer con su corazoncito, su sexualidad y su libertad lo que crea más oportuno, sin hacer daño u obligar a nadie a hacer lo que no desea.
Llevamos muchos siglos viviendo en un mundo donde se persigue la homosexualidad (seguramente, también a los fantasmas interiores de algunos de esos perseguidores). Al parecer, en la Grecia clásica no se hacía precisamente ascos a las relaciones homosexuales, pero llegaron, por un lado, el gnosticismo en algunas de sus ramas y las religiones semíticas (judaísmo, cristianismo e islamismo), por otro, y la homosexualidad se vio obligada a encerrarse en el armario, como única forma de salvar el pellejo de las garras de los intolerantes.
La acusación de sodomía ha servido desde entonces para torturar, matar y quemar en la hoguera a homosexuales y a quienes se oponían a sus dogmas o poseían riquezas codiciadas. Como botones de muestra, en el siglo XIV la Orden de los Templarios fue disuelta y sus bienes fueron confiscados bajo la acusación de practicar en sus comunidades la sodomía y la herejía, e igualmente la Inquisición persiguió implacablemente hasta el siglo XVIII a los homosexuales, torturados y ajusticiados públicamente.
En esta línea, ciertas expresiones existentes en algunos idiomas europeos, son reflejo, al parecer, de esta persecución despiadada contra los homosexuales y de su quema final en la hoguera. Por ejemplo, el término italiano “finocchio” (maricón, homosexual) proviene de la costumbre de envolver al condenado por sodomía en hojas de hinojo (finocchio) para prolongar su agonía en la hoguera. De igual forma, su homólogo inglés “faggot” significaba originariamente “haz de leña”, aludiendo a la práctica de quemar vivos a los homosexuales también en la hoguera; esa misma palabra, utilizada como verbo, significa también gritar.
Toda esta historia de atrocidades parece no incomodar en demasía a determinada gente de orden. Por ejemplo, a Ana Botella, esposa de José Mª Aznar y actualmente concejala en el Ayuntamiento de Madrid, zanja la cuestión de la pareja homosexual mediante el método matemático de sumar dos manzanas y colegir que son dos manzanas y, por el contrario, sumar una manzana y una pera y concluir que nunca pueden dar dos manzanas, por lo que se siente legitimada a establecer el axioma de que “hombre  y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta".
El filósofo Platón, por el contrario, nos narra en su Diálogo Banquete un delicioso mito sobre las inclinaciones sexuales: originariamente había tres tipos de humanos completos, redondos: los dos primeros tipos se componían de un solo sexo (masculino o femenino), mientras que el tercero constaba de ambos sexos (masculino y femenino). Un día, Júpiter decide maquiavélicamente partirlos por la mitad (“Los separaré en dos; así se harán débiles y aumentará el número de los que nos sirvan”).  Desde entonces, todos buscamos con anhelo encontrar la otra mitad que nos complemente (en España hablamos de “la otra media naranja”). Los varones y las mujeres procedentes de los dos primeros grupos buscan su complemento del mismo sexo. Escribe Platón que “sin razón se les echa en cara que viven sin pudor, porque (…)  dotados de alma fuerte, (…) buscan a sus semejantes”. A su vez, los originarios del tercer grupo buscan el sexo distinto.
Más allá del mito, Platón proporciona un excelente mensaje sobre la diversidad de preferencias sexuales entre los humanos: la homosexualidad, al igual que la heterosexualidad, se origina en la naturaleza de cada uno, responde al “deseo y la prosecución” de encontrar la complementariedad natural con otro ser humano, que ahora recibe “el nombre de amor”.  La felicidad se encuentran allí donde más se aproxima uno a “poseer a la persona que se ama según se desea” siguiendo su naturaleza. Más aún, Platón concluye que hay que estar agradecidos a los dioses por ese amor, pues, además de todo lo bueno que nos depara en esta vida, puede ir acercándonos “después de esta vida” a “la felicidad en toda su pureza”.
Los seres humanos no son peras o manzanas. Sus tendencias sexuales y amorosas los constituyen y les otorgan identidad, a la vez que rechazan cualquier amago de moral represora. La conducta sexual debe dejar de estar reglamentada por funcionarios supuestamente célibes de la clerecía monoteísta (islámica y judeocristiana), pues la sexualidad es amiga sin condiciones del placer, la entrega y el respeto.

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