lunes, 13 de septiembre de 2010

Alumnos, vasos y fuegos



Leí recientemente en las páginas de este periódico que el número de alumnos superdotados se ha duplicado en los últimos seis años en Aragón. Algún experto intentaba explicar en el artículo qué es un superdotado, pero no me quedó claro si garantizaba algo más que unas buenas calificaciones o terminar en menos años los ciclos y las etapas escolares. Tampoco están convencidas todas las familias con los programas oficiales establecidos para los superdotados, pues la mitad de las familias se niega, por ejemplo, a que sus hijos salten de curso. 
Al leer la noticia, me vino a la mente el programa televisivo Redes, de Eduardo Punset, donde hace poco se hablaba de la verdadera revolución educativa en el siglo XXI: en la escuela no solo han de impartirse conocimientos reglados y asignaturas, sino educar en la autogestión y la gestión social de las emociones. No se trata de añadir una asignatura más (Inteligencia Emocional) al currículo escolar, sino de hacer realidad que la inteligencia que piensa y conoce es siempre emocional. Como dejó escrito Montaigne, el niño no es una botella que hay que llenar, sino un fuego que es preciso encender, pero tal como está hoy por hoy la sensibilidad educativa no pocos de esos superniños (de paso, todos los demás) quizá se pregunten, ya mayores y ya satisfecho el ego de sus papás, qué culpa habrían cometido para no vivir normalmente en un mundo normal entre expectativas normales. Es innegable que una persona ha de estar bien informada y dominar una serie de conocimientos y destrezas básicos para desenvolverse con holgura en el mundo personal y profesional. Sin embargo, buena parte de los conocimientos que le restan de por vida y para la vida no son de los que materialmente se ha examinado y superado curso tras curso, pues hemos podido constatar por propia experiencia que casi todos ellos se nos olvidan: no han sido interiorizados, han formado solo parte de unos apuntes y un currículum que poco o nada nos han llegado a interesar. 
Punset y los destacados catedráticos e investigadores sobre el ramo a los que entrevista hablan de que el gran olvido educativo consiste en insistir primordialmente sobre una parte de la mente (la memoria) a la que se suministran datos, dejando aparcada la persona misma que va a la escuela. El alumno es alguien que en muchos casos no sabe por qué está allí, pues las únicas motivaciones reales pertenecen a sus padres y a los mayores, es alguien que habitualmente se aburre en clase, que tiene pocas ganas de entrar y muchas de salir de la escuela, que porta dentro de sí un gran cúmulo de emociones y de condicionamientos personales y sociales que ha de borrar en cuanto empieza la clase. 
Los expertos deberían advertir no solo de la cantidad de superdotados que aún no están identificados o de lo mucho que estos se aburren en un aula “normal” u “ordinaria”, sino de lo que ocurre diariamente en ese aula, pues la inmensa mayoría de lo que allí se imparte, se hace o se dice no interesa a los muchachos –todos- a medida que van creciendo. 
Me apetece ahora repetir en esta misma página lo que a algún supuesto gurú de la ortodoxa pedagógica, que jamás ha pisado un aula de menores de dieciocho años, le parece una cretinez: se sabe y se conoce solo lo que se entiende; para entender es preciso antes atender; difícilmente se atiende si no interesa; poco o nada interesa si no mueve y remueve interiormente de tal forma que lleva a atender y a pensar. Pues bien, lejos de remover inquietudes e intereses por saber y pensar, en no pocos casos la escuela adormece.
El mundo está cambiando vertiginosamente y los niños actuales viven y crecen en ese mundo, pero la escuela parece encallada en los mismos métodos y los mismos contenidos de hace siglos. Queda la pregunta del millón: qué pretendemos en y con la escuela, qué es educación, qué y cómo y hacia dónde deseamos que vaya dirigida la formación de las nuevas generaciones. Por un aula puede pasar un chico muy listo, pero también emocionalmente desgraciado, e igualmente uno con grandes dificultades académicas, pero que se siente muy bien y se ganará bien la vida. 
El denominador común a conseguir de todos ellos no es tanto el libro de calificaciones cuanto el desarrollo armónico de toda su personalidad. Todos somos distintos, y cada uno ha de descubrir su propia senda, sus metas y su forma de intentar diariamente ser feliz, pues el objetivo último reside en llegar a ser una persona, un ser humano y un ciudadano cabales. 
Los alumnos no deben ser vasos que pasivamente reciben contenidos, tampoco fuegos encendidos desde fuera. Quieren y deben ser ellos mismos. Incluso a pesar de la escuela, a pesar de los expertos.

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