lunes, 11 de octubre de 2010

Ángeles indecisos y naufragios


Artículo a publicar el próximo miércoles en El Periódico de Aragón

E. Cioran cuenta en su obra “Desgarradura” que, según una leyenda de inspiración gnóstica, un día se libró en el cielo una lucha entre ángeles en la que los partidarios de Miguel vencieron a los partidarios del Dragón. Los ángeles que, indecisos, no tomaron partido y se conformaron con mirar fueron relegados a la Tierra con el fin de que llevaran a cabo la elección que no se habían atrevido a hacer allí arriba. Así nació el Hombre, esos somos los humanos.
La historia es así producto de un titubeo y los humanos somos el fruto de una indecisión original a la hora de tomar partido. Desde entonces estamos destinados a decidir, sin recuerdo ya alguno de aquella batalla y de la postura pasiva de aquellos ángeles indecisos. Ahora seguimos siendo, según esa leyenda, unos seres desterrados para poder aprender a optar, para abandonar el papel de espectadores (en esencia, para ser libres). Sufrimos el castigo de tener que elegir,  pues nuestros ancestros no hallaron en el Cielo ninguna razón para adherirse a una causa, para tomar la determinación de optar por una empresa.
Glosando a Cioran, muchos son los humanos que continúan hoy sin decidir algo. Prefieren dormitar en el flácido nimbo de la rutina diaria, pues no sienten necesidad alguna de optar personalmente por algo, ni siquiera por sí mismos. Creen tener lo suficiente para ir subsistiendo con holgura y consideran una molestia innecesaria mantener en sus vidas la tensión de la libertad. Comen, beben, duermen, parlotean, copulan y defecan, pero sobre todo ponen su empeño en acumular toda suerte de cachivaches y abalorios que resalten su apariencia de personas importantes y afortunadas (llaman “gran fortuna” a las grandes cantidades de dinero).
A decir verdad, mucha de esa gente confunde la necesidad de optar y decidir con la pertenencia a unos grupos y unas ideas, cuya certeza será tanto mayor cuantos más adeptos tenga. Lo importante es estar adscrito a algo que supuestamente otorgue señas de identidad, pautas ideológicas y de conducta que indiquen los pasos a seguir, que eximan del deber de pensar por uno mismo y de actuar con una motivación personalmente metabolizada. Esos humanos están dispuestos a creerse lo inverosímil con tan de que alguien les ofrezca una tabla de salvación que les proteja de tener que pensar y tener que elegir.
Toda esa gente opina con las tripas y respira con las vísceras, pues cree que lo fundamental está ya pensado y lo esencial está ya descubierto. Por eso interpretan una idea contraria como agresión y aceptan obedientemente la obligación de reprimir la disidencia o cualquier postura crítica ante el mundo y la vida. Se dejan colocar gustosamente distintas etiquetas religiosas, políticas o sociales, pero proceden de una única raíz: el rigorismo, mecanismo de defensa originario de aquellos ángeles incapaces de decidir, aterrorizados ante la necesidad de hacerlo, que optan por ceder su libertad a otros que dictan las ideas, los dogmas, los programas y los mandatos a seguir, ahorrándoles así la paradójica desventura de tener que ser libres. En cada época y cada cultura, poseen venenosos oasis de seguridad y erigen tótems a los que entonar cánticos y ofrecer sus flores y sus frutos. Y si alguien se muestra contrario u opta por otras alternativas diferentes, se le silencia, pues les recuerda la Caída original de aquellos ángeles indecisos.
No somos cosas inanimadas, sino unos seres que, aunque minúsculos e insignificantes dentro del cosmos, estamos siempre por hacer, de tal modo que cada día, cada instante, hemos de esta decidiendo qué hacer y qué no hacer, por dónde ir y no ir, por qué optar y no optar, qué ser y qué no ser. Somos seres perpetuamente inacabados hasta el último aliento de nuestra existencia y nuestra propia identidad está en nuestras manos, sin que nadie pueda suplantarnos en la tarea de qué hacer con nosotros mismos por y desde la libertad, a no ser a costa de la más alienante renuncia de la propia vida. Hay que decidir siempre, por mucho que a veces haya que hacerlo desde la incertidumbre, pues somos irrenunciablemente libres.
Carece de sentido hacer de la condición humana una ficción repleta de Certezas y Absolutos, a fin de satisfacer los sueños y espantar las pesadillas de quienes no pueden ni quieren hacer frente al “naufragio de la existencia”, como dejó escrito Ortega y Gasset: el ser humano se siente impelido a indagar y a decidir, pues no puede vivir sin saber a qué atenerse con lo que hay y lo que pasa a su alrededor, con lo que le pasa. Un ser verdaderamente humano no se refugia allí donde se incita a no pensar y a quedarse quieto, sino que asume de buen grado y por su propia supervivencia la decisión de vivir y elegir en medio de ese naufragio de la existencia. Esa es precisamente su dignidad y su gloria.

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