miércoles, 26 de enero de 2011

No etiquetarás a alguien en vano


Artículo publicado hoy en El Periódico de Aragón
En los años 60 y primeros años de los 70 podía verse en los cuartos de algunos estudiantes alemanes un póster donde en grandes letras se leía: "Ein kluges Wort und schon ist man kommunist", que, traducido libremente, viene a decir: una palabra sensata o razonable y ya es uno comunista. No era un chiste o un mero chascarrillo, sino un fiel reflejo de lo que ocurría por aquel entonces en muchas partes del mundo.
Aplicado a España, cautiva por aquel entonces en pleno tardofranquismo, el mensaje de aquel póster alcanzaba un grado superlativo, pues todo lo que se opusiera o se desviase de los valores eternos del Movimiento y del nacionalcatolicismo era sospechoso inmediatamente de perversión comunista para las mentes celtibéricas. La clase trabajadora reivindicaba derechos laborales fundamentales y una buena parte de la ciudadanía reclamaba derechos humanos y libertades cívicas, pero la gente afín a la dictadura lo interpretaba como movimientos subversivos del comunismo, contubernios masónicos y ataques a los cimientos mismos de la Patria.
En los últimos años hemos asistido a un automatismo similar en nuestro país por parte de personas y grupos pertenecientes al conservadurismo tradicional "de toda la vida". El fantasma nacionalcatólico ha ido recorriendo España durante muchos siglos, pero muchos somos ya quienes decimos con firmeza que el nacionalcatolicismo debe acabar, que todos los ciudadanos tenemos el mismo derecho a ejercer la inalienable libertad de conciencia, en completa igualdad de condiciones, sin privilegios para nadie. Y por ello se nos declara anticatólicos. Muchos reivindicamos que el Concordato franquista de 1953, así como los Acuerdos de 1976 y 1979 entre el Vaticano y el Estado español, deben acabar, e ipso facto somos tildados de laicistas agresivos. Hay incluso quienes tienen la cabeza tan pequeña, tan pequeña que además de no caberles la menor duda, nos encasillan como ateos por no coincidir con su ideología: si alguien afirma que determinadas ideas religiosas pertenecen a la superchería y la irracionalidad, es etiquetado de ateo. Con ello esa gente obvia, por cabeza pequeña o por ignorancia, que existen, entre otros, el agnosticismo, la indiferencia intelectual o la indiferencia de hecho, más sobre todo la ciencia y la razón.
Muchos reconocimos hace meses a Ratzinger el mismo derecho a visitar nuestro país que cualquier otra persona con tal de que los gastos de ese viaje no fuesen costeados por el dinero público, de todos los contribuyentes. Y se nos asoció con no sé qué persecución religiosa de la Segunda República. Y de paso, quedamos clasificados en la casilla del ateísmo.
Todos tenemos derecho a amar y ser amados, constituir una familia y decidir libre y responsablemente sobre nuestro propio cuerpo, independientemente de nuestras preferencias sexuales, pero se nos llamará de inmediato pervertidos, asesinos y contrarios a la ley natural y la ley divina. Decimos cosas sensatas y hablamos de forma razonable, y por ello mismo somos tachados de anticatólicos. Incluso hay quien dirá de nosotros que solo podemos ser ateos, dada nuestra fea conducta.
Hay gente en nuestro país que aún no se ha enterado de que vivimos en un país constitucionalmente aconfesional. Sigue creyendo que todo esto sigue siendo su cortijo, condenan el aborto, el matrimonio homosexual, la pareja de hecho, los anticonceptivos, y un largo etcétera más, todo ello aprobado democráticamente con sendas leyes por los órganos parlamentarios que representan a toda la ciudadanía. Esa gente añora privilegios seculares y patentes de corso en materia de moral y costumbres, defiende el dinero que perciben los suyos, sus exenciones fiscales, el complejo entramado de poder y privilegios que configuran con algunos sectores del poder legislativo, ejecutivo y judicial. Pues bien, para esa gente, todo aquel que critique este estado de cosas es anticatólico, ateo y antipatriota (para ellos son términos equivalentes). Cumplen así lo que escribe Epicuro en su Carta a Meneceo: "no es impío el que desecha los dioses de la gente, sino quien atribuye a los dioses las opiniones de la gente". Y es que pocos son tan impíos como buena parte de la gente pía. Más aún, visto lo visto, estoy cada vez más convencido de que, si alguna suerte de divinidad existiera, ese dios sería poco religioso, a la vista de lo que generalmente se ha dicho o comentado de él en el transcurso de la historia del género humano. Más aún, incluso no habría que descartar la posibilidad de que ese dios se declarase ipso facto ateo.
Habrá que volver a poner en nuestras casas algún póster que recuerde que no solo por una reivindicación justa nos convierten en laicistas agresivos y ateos, sino sobre todo que buena parte de estos males confesionales proviene de que hasta ahora nuestros gobernantes y parlamentarios no se han atrevido a hacer realidad el artículo 16.3 de la Constitución: "Ninguna confesión tendrá carácter estatal".

lunes, 17 de enero de 2011

Huelgan los comentarios



Me acaban de entregar en la calle el siguiente folleto, que transcribo sin modificar nada:

PROFESOR xxx
ESPECIALISTA
en unión de parejas, amarre en 24 horas.
Vuelve hombre ó mujer, si están lejos en 24 horas.
Especialista en separaciones.
Especialista en unión matrimonio en 24 horas.
Ayuda a devolver el amor perdido.
Limpia el mal de ojo.
Ayuda a dejar el tabaco, el alcohol,
Las drogas de forma inmediata.
Especialista en resolver todo tipo de problemas
Por difíciles que sean.
Solucionar problemas, concursos.
Soluciona lo miedos y accidentes de la VIDA,
problemas judiciales, enfermedades, suerte.
El trabajo es serio, con seguridad.
GARANTIZADO, CONFIANZA 100%,
6.. … … (nº de móvil)

Es por eso

Llevo días escribiendo y escribiendo lo que espero que se convierta en un libro de filosofía inteligible para casi  todos e interesante para todos. Esa es la razón de que apenas escriba estos días en el blog.

¡Cielos, el purgatorio!

Artículo a publicar el miércoles en El Periódico de Aragón


Nos desayunábamos el otro día con la noticia de que el señor Joseph Ratzinger, jefe supremo del catolicismo, desempolvaba viejos recuerdos sobre el purgatorio y decía que no es un lugar del espacio, sino un fuego interior.  Por mucho que leía una y otra vez la noticia, no entendía nada: “lugar”, según el diccionario de la RAE, es “espacio ocupado o que puede ser ocupado por un cuerpo”, y el fuego es energía, y como masa y energía son equivalentes, el fuego es un elemento material perteneciente necesariamente al espacio-tiempo del universo. O sea, que decir “un fuego que no es un lugar del espacio”, es simplemente nada, por muy poético y metafórico que se pueda poner el señor Ratzinger; es como decir “no soy el tío de mi sobrino”: carece de sentido y es un buen ejemplo de pseudolenguaje para la razón.
Por otro lado, un fuego “interior o interno”, ¿respecto a qué es interior? ¿Quién lo contiene? ¿Quién se quema? Ratzinger, ni corto ni perezoso, responde: ese fuego purifica al alma de las escorias del pecado. Con lo que hace su aparición en escena una entidad denominada “alma”, inmaterial, inmortal, imperecedera, incorruptible, viviendo tan ricamente sin el cuerpo y que representa la propia y verdadera identidad de cada uno. Si contamos desde los inicios del Homo Sapiens (¿o los Neandertales tenían también alma inmortal?) son varias decenas de miles de millones de almas –fantasmas- las que vuelan, flotan, navegan desde que se pudrieron sus correspondientes receptáculos materiales, los cuerpos.
El filósofo británico Gilbert Ryle (1900-1976) acuñó la expresión “espectro en la cárcel o en la máquina” para describir la idea tradicional de un alma encerrada en un recinto material del que tiene que liberarse. El cuerpo es entonces una cárcel, un obstáculo, una degradación que no permite a ese espectro acceder a las realidades auténticas, hermosas y verdaderas: las inmateriales. Sobre todo desde entramados religiosos se esforzaron por hallar una “realidad interior” en los humanos (el espectro, el fantasma), metida en un recinto material del que se debe librar cuanto antes: el cuerpo.  De hecho, ya en el orfismo se creía que la misión del ser humano es liberar su alma por medio de la purificación, que conduce finalmente a la contemplación de las realidades divinas.
Quizá todo se haya debido a alguna extraña resistencia a ver en el espejo de la realidad solo lo que hay, pero el hecho es que los humanos han querido ser diferentes del resto de la naturaleza: no solo más evolucionados y con más recursos y capacidades, sino diferentes de raíz. Se han proclamado reyes del mundo (también “reyes de la creación”, quizá para colar de paso en el inconsciente que es voluntad de sus dioses) y han creído a pies juntillas los mitos y las leyendas que algunos han ido inventando.
Ryle pone un poco de cordura en ese principio de alucinación. El espectro ("espíritu" o "alma") no es otra cosa que las actividades psíquicas mismas. Hablamos de  "espíritu" o "alma" como resultado de disociar estas actividades de la persona que las realiza. Por eso carece de sentido el dualismo espíritu-materia, alma-cuerpo, interior-exterior. No hay ya espectros ni máquinas ni cárceles, sino unos seres que nacen, crecen, se desarrollan y mueren durante un instante luminoso en el devenir del universo, sujetos a la inexorable ley de la entropía, polvo de estrellas, buscando un lugar al sol y al abrigo de las intemperies que pudieren evitarse. Eso no es degradar al ser humano, sino devolverle su identidad y su verdadera dignidad.
Dejemos que quien así lo desee siga con sus lucubraciones onanistas. Ratzinger dice dónde está el purgatorio y un cura capuchino polaco, para no ser menos, escribe un best seller titulado El kamasutra católico (si quieren informarse realmente sobre el tema, lean el libro Eunucos por el reino de los cielos de la teóloga alemana Uta Ranke-Heinemann), donde, entre otras cosas, afirma que dios está en el orgasmo. Y si, tal como decía el Catecismo, dios está en todas partes, dios está, por tanto, también en el orgasmo, en Haití, en la eyaculación precoz, en las purgaciones, en el purgatorio, en el cuarto de una niña tailandesa que recibe a decenas de hombres que pagan en dólares por un orgasmo veloz, y en todas partes, por supuesto.
Les costó caro lo del purgatorio y las indulgencias en el siglo XVI con Lutero y el protestantismo, pero se trata de un enorme negocio (conozco a unas cuantas personas que invierten mucho dinero en remitir penas del purgatorio mediante el previo pago de misas por los difuntos de sus familias). En 2005 el Vaticano abolió el limbo de un plumazo. La semana pasada, metió al purgatorio en el jardín de la sinrazón. Con su pan se lo coman.

lunes, 10 de enero de 2011

El país donde vivo



Artículo a publicar el próximo miércoles en El Periódico de Aragon
 Este país está cayendo cada vez más en la crispación, la bronca y la depresión. Es como si no protestar por algo fuese un delito contra el patriotismo y, aunque no les guste, progres y conservadores han adquirido ya una pátina común que lleva a la sempiterna pregunta celtibérica de adónde vamos a parar con todo lo que no les gusta. Unos porque aún está Zapatero, otros porque va a llegar Rajoy y otros, en fin, porque pintan poco, arman un guirigay en el que el estribillo de fondo es el mismo: no, no, no, no… no a todo, no a casi todo, no a lo que sea, pero NO. De paso, quedan descalificados los políticos, los profesionales, los sindicatos, los jóvenes, los profesores, los alumnos, los autónomos, los heterónomos y cuantos osen ponerse por delante. Como la bronca y la crispación llegan a ser descomunales y profunda la depresión consiguiente, los obispos predican la reconquista de España en las manifestaciones que montan algunos domingos, los cons y los necons proclaman la regeneración hispana desde valores eternos, y algunos progres mandan emails todos los días voceando la revolución social.
Ciertamente, no es que este país esté para lanzar cohetes, pero a este paso vamos a tener como jornada festiva el Día de la Úlcera Gástrica Nacional de tanta mala leche y tanta descalificación cruzada que pasa silbando entre nuestras cabezas.  Por eso, hoy necesito escribir sobre el país en el que vivo y trabajo. En este país hay una gran mayoría de gente honesta, honrada, buena, leal, sincera y generosa que en ningún caso debe ser olvidada o minusvalorada. Vivo en un país donde los médicos que me han atendido han mostrado cada día su eficiencia y también su generosidad, y lo mismo puedo decir de los abogados que me han aconsejado y ayudado, los electricistas que han cambiado enchufes y colocado lámparas o los trabajadores de los gremios más variados que han hecho reformas en mi casa. A pesar de tanta bronca y tanta crispación y tanta depresión, toda la gente dedicada a la política que conozco es honesta y de fiar, e incluso algunos de ellos me honran con su amistad. Desde hace tres años me desplazo por la ciudad en silla de ruedas, aprovecho el autobús urbano con rampa para trayectos largos, viajo en tren en una plaza especial y me atiende un personal especializado, y la única impresión que he sacado es que la inmensa mayoría de la gente es buena y amigable.
En el país donde vivo y trabajo los amigos son amigos, y necesitan pocas explicaciones para compartir lo bueno y lo menos bueno de la vida. En este país hay quien acumula millones, zapatos o sellos de correos, pero también hay quien se sabe afortunado por contar con amigos de verdad. Con ellos atravieso el desierto de cada día y en ellos encuentro el oasis donde aliviar la sed y la fiebre, y también reír, beber y escuchar relatos inventados cada noche. En ese país hay numerosos camaradas y compañeros que colaboran en la denuncia de lo que no debe ser y en la consecución de lo que debe ser; con ellos comparto sendas y horizontes, luchas, logros y decepciones. En mi país hay niños que esponjan el alma cuando me miran y me hablan, adolescentes a los que enseñar a mantener su alma relativamente intacta, jóvenes que conservan la esperanza en sus proyectos a pesar de la dura coyuntura que les ha tocado vivir, adultos de mente abierta y corazón grande, ancianos que solo piden atención, cariño y un besico sincero de vez en cuando. En mi país el estribillo de fondo es sí, sí, sí, sí (si sostenido mayor), un sí capaz de convencer a todos los noes de que no todo puede ser bronca, crispación y depresión, de que lo que más temen los que embarran el mundo es una lucha sin tregua no solo contra algo, sino sobre todo por lo que incondicionalmente se desea y se exige.
Para que exista mi país hay que caminar también por los parajes donde nacen los manantiales y arrancan los vientos: el interior de uno mismo. Hay que callar, descansar en el reposo, metabolizar el instante, dialogar amigablemente consigo mismo, dejarse mecer por las suaves ondas de lo bueno, ahuyentar el espectro de lo perfecto, aprender a perdonar y a perdonarse, recobrar energías que impulsan sin resentimientos, sentirse parte del universo y polvo de estrellas. En ese silencio el no y el sí son a todo, pues ambos hablan ya el mismo idioma, tienen los mismos sueños y aman las mismas cosas.
Estoy plenamente seguro de que en este país donde vivo, vives tú y viven también todos los tuyos, pues aquí anhelamos  estar la gran mayoría de los seres humanos.

lunes, 3 de enero de 2011

¿Engañan las apariencias?


Artículo a publicar el próximo miércoles en El Periódico de Aragon
La pasada noche del 31 de diciembre, desfilaba mucha gente por la calle con sus mejores galas para recibir el nuevo año, y algunos viandantes, movidos seguramente por la envidia, aprovecharon para predicar ante los que estaban a su alrededor que la mona sigue siendo mona por mucho que se vista de seda y que las apariencias engañan.  Ciertamente, algunos emplean la frase “las apariencias engañan” como si fuese un axioma, como si hubiese en el mundo unas cosas superficiales que incitan al error y al engaño (las apariencias) y que ocultan la verdadera realidad. Compro una manzana de buen aspecto, pero compruebo al morderla que es insípida. Entonces sale a mi encuentro el dedo acusador del recto juicio y me dice que me he dejado engañar por las apariencias en lugar de escoger una manzana perfecta, una “manzana en sí” (un fruto pomáceo comestible obtenido del árbol conocido como manzano), al considerar que hay que des-velar (quitar un velo) y des-cubrir (quitar lo que cubre u oculta) un supuesto “ser verdadero” de la manzana, más allá de su “apariencia externa”.
Da un poco que pensar, en cambio, que los hablantes en lengua inglesa empleen la palabra apparent para expresar que algo es aparente y también que algo es evidente. Quizá, a diferencia del hispanoparlante,  para un angloparlante no hay tanta diferencia entre lo aparente y lo obvio.
El hecho es que a menudo se ve la apariencia como un velo ocultador de la “verdadera realidad” de una cosa o una persona. Ante una señora maquillada y con un elegante pañuelo de cuello (las arrugas y las patas de gallo pueden camuflarse con una cierta eficacia) ¿esa señora es el conjunto de sus apariencias y su aspecto es ella misma? ¿O su aspecto oculta lo que ella es realmente y hay que superar la barrera de las apariencias para poder saber lo que ella es? ¿Y por qué hemos de suponer que lo aparente es algo externo a algo o alguien? ¿Es que acaso no hay apariencias “interiores”, que no se perciben? ¿Cuáles son más importantes, las apariencias exteriores o las interiores?
Ante, por ejemplo, la ilusión óptica de Müller-Lyer (de dos líneas de  la misma longitud, una parece más larga que la otra  al estar encerrada entre dos puntas de flecha invertidas) nos quedamos perplejos durante unos segundos, pero la apariencia de las líneas (lo que esas líneas muestran) no difiere de alguna supuesta realidad oculta en las mismas, sino que es solo la mirada del observador la que lleva al error de interpretación. En el conocido como Triángulo de Kanisza, no hay dibujado ningún triángulo, pero nuestro cerebro configura e interpreta las formas que percibe como un triángulo. Lo que aparece ante nuestros ojos (la apariencia) es lo que objetivamente hay dibujado ante nuestros ojos, pero nuestro cerebro lo adapta a sus esquemas y costumbres de percibir, y allí ve un triángulo.
Habitualmente se ha pensado que las apariencias consisten en datos superficiales que pueden inducirnos al error y hacernos víctimas de sus engaños.  Sin embargo, el posible error está primordialmente en quien ve, oye, toca, piensa, interpreta y juzga unas apariencias. Una ilusión óptica, auditiva o mental, una alucinación o un espejismo, llevan a juicios e interpretaciones falsas, pero la fuente del error es la persona que enjuicia e interpreta.
Es posible también que la mujer del César (siempre me pregunto por qué no también el César) no solo debe ser honesta, sino también parecerlo,  pero es más que probable que tal exigencia moral no provenga de la esencia de la mujer del César sino del ojo censor de quien la vigila. Por lo mismo, decir de alguien que tiene “malas pintas” es un juicio de valor basado primordialmente en la moda y las costumbres vigentes en una determinada sociedad, época y cultura. Si pudiésemos juntar, por ejemplo, a un centenar de jóvenes que han vivido en siglos diferentes con los trajes, peinados y adornos de su tiempo e imaginamos qué pasaría por la mente de cada uno al contemplar “las pintas” de los demás, cada uno estaría juzgando la apariencia del otro (las “pintas”) desde el tamiz de sus propios esquemas y gustos estéticos.
Nacido el 2011 sería estupendo que hubiese más miradas amables y menos Torquemadas ante lo que los demás tienen a bien mostrar y enseñar (son sus apariencias, pero raramente tienen el propósito de llevar a nadie al engaño). Si la mona está vestida de seda es responsabilidad de su dueño y si otra persona viste o hace algo que no nos gusta, la censura debería retirarse y dejar paso a la libertad y al derecho de que cada uno sea y aparente ser (¿es lo mismo?) lo que guste. No estaría mal, en fin, dejar de destruir lo bueno en nombre de lo perfecto.