miércoles, 10 de agosto de 2011

Pablo atá, agua

Publicado hoy en El Periódico de Aragón


Llevo la friolera de dieciséis años escribiendo cada semana en esta misma página de EL PERIÓDICO DE ARAGÓN. Unas veces, el artículo nace fluido y rápido; otras, en cambio, parece que solo puede ser arrancado con fórceps, pero al final la pantalla del ordenador va llenándose de letras y palabras, en las que intento volcar el mensaje que deseo transmitir a los lectores.  Sin embargo, ahora no sé qué escribir porque cualquier palabra o frase devalúa la realidad y empequeñece la vida.
Hoy he asistido a la despedida de Pablo, un niño que apenas rozaba los dos años y cuya vida se ha apagado tras una dura lucha contra una temprana y maldita enfermedad. Hoy en la sala 2 del zaragozano cementerio de Torrero han ido esparciéndose los jirones del corazón y del alma de su padre, Sergio, y de su madre, Cris. Hoy las palabras se sabían inútiles, aunque entre los abrazos fluían torrenteras de cariño, de dolor, de rabia y de impotencia. ¿Qué decir, dónde mirar, adónde ir cuando muere un niño de dos años? ¿Cómo soportar la imposibilidad de devolverlo a sus padres vivo y lleno de ganas de jugar y aprender?
Dostoievski escribió que el mayor espanto posible es el sufrimiento y la muerte de un niño, de un ser inocente con todas sus ganas de vivir por delante. Ante ese espanto sobra cualquier explicación, divina o humana, de tamaño absurdo, y la cruda realidad muestra fieramente su incompatibilidad con una cruel providencia divina o con la estafa de un paraíso tras la muerte. En aquella sala 2 del zaragozano cementerio de Torrero, Sergio nos habló, sumamente emocionado, del infierno que les espera por la ausencia de Pablo, nos conmocionó a todos, pero también comunicó  tres palabras que siempre permanecerían con ellos: Pablo, atá y agua. Pablo reconocía en su mundo a través de “atá” a toda la gente que le rodeaba, cuidaba y quería, y mediante “agua” transmitía sus necesidades y deseos. Pablo pervivía ante todos en esas tres palabras, gracias a que sus padres le estaban prestando sus labios, su memoria y su corazón  para siempre.
Mientras Sergio leía, pleno de emoción, unas cuartillas, me venía machaconamente a la mente un poema de Pedro Salinas en “La voz a ti debida”, al que hice canción en mi juventud: “No quiero que te vayas, dolor, última forma de amar. Me estoy sintiendo vivir cuando me dueles (…) Y mientras yo te sienta, tú me serás, dolor, la prueba de otra vida en que no me dolías. La gran prueba, a lo lejos, de que existió, que existe, de que me quiso, sí, de que aún lo estoy queriendo”. Sergio y Cris dan por bueno todo el sufrimiento al ver a su hijo enfermo, las esperanzas truncadas una y otra vez a lo largo del tratamiento médico, pues a cambio recibieron el dulzor de sus caricias y abracitos, el fulgor de sus ocurrencias y sus pequeños descubrimientos cotidianos. Lloran y se duelen, y en cada rasgadura interior su hijo Pablo late dentro de ellos.
En profundo silencio escuchamos en aquella sala 2 también a Wilco cantando California stars. Allí anhelamos mecer a los tres sobre un lecho de estrellas, aliviar sobre ese lecho su mente embotada, sus preocupaciones y zozobras, hacer que sus manos se acariciasen y quedaran entrelazadas mientras sueñan juntos un sueño que no acaba.
Llevaban mucho tiempo metidos en hospitales, sorbiendo cada indicio que anunciase un conato de mejora, paladeando cada trocito de cada día de la vida de Pablo. Sergio comunicaba de vez en cuando en Twitter noticias y anécdotas que nos hacían sonreír: los machacones “ejercicios pseudolingüisticos” de Pablo, sus juegos, o que se sentía “tan feliz, he recibido tan buenas noticias, que sólo una explosión nuclear podría amargarme el día”. Y todos respirábamos entonces más contentos y aliviados. Pero la existencia irrumpe a veces en toda su crueldad. Hace unos días, Sergio comunicó la muerte de su hijo con unas sobrecogedoras palabras: “Silencio.  Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Cesare Pavese). Ha venido y no tenía tus ojos. Ha venido”.
No hay palabras, por eso es preferible el silencio. Sergio eligió hablar del silencio en aquella desoladora jornada, de un silencio que todos entendimos. Por eso sigo teniendo la impresión de que estoy emborronando aquí ahora la limpia realidad de Pablo, sus atás y su agua. No describo, no explico, no interpreto. Solo intento torpemente expresar que quiero a dos seres humanos sumidos en pleno duelo de su hijo que ya no está. Por eso mismo José Hierro quiere daros ahora, en silencio y sin palabras, este fuerte abrazo: “Sin palabras, amigo, tenía que ser sin palabras como tú me entendieses”.
Pablo, atá, agua…

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