lunes, 2 de noviembre de 2015

Freud diagnostica Españistán


PUBLICADO EL SÁBADO PASADO EN EL HUFFINGTON POST
Llegó a la Estación de Madrid-Atocha al mediodía, de incógnito y portando solo un pequeño maletín de color negro y bastante anticuado. Sigmund Freud acababa de llegar a la capital de Españistán. Nada más salir de la Estación, encendió con parsimonia un cigarro puro y me preguntó qué pasaba tan importante como para sacarlo de su eterno descanso. Le respondí que en la pregunta misma residía el problema: no tengo ni idea de qué está pasando en Españistán.

De forma deslavazada e inconexa, fui contándole que ya están convocadas Elecciones generales para el 20-D, que Rajoy está saliendo en los medios como jamás lo había hecho en sus cuatro años de mandato, pero sin aclarar si va a estar en algún debate electoral y con quién o quiénes, que desde el Parlament de Cataluña quiere iniciarse unilateralmente la carrera hacia el establecimiento de la República de Catalunya, que en el Barça están impartiendo un máster sobre la distinción entre “la concha de tu madre” y “la concha de tu hermana” para ver si un defensa del equipo puede jugar o no el Clásico, que todos los grupos políticos están componiendo un maravilloso programa electoral para mentir con medias verdades todo lo posible a ver si cuela, etc. etc. Hay partidos que caen o decaen; otros se mantienen; otros, en cambio, ascienden sobre la base de su guapura, su juventud y los apoyos del Íbex 35. Como común denominador de todos ellos es que no pocos de sus dirigentes de toda la vida y de quienes también quieren tocar cargo y poder duermen menos y peor por las noches.

Le hablé también de Esperanza, Mariano, Ada, Pedro, Pablo, Alberto, Cristóbal, Manuela, Artur, Oriol, Luisa Fernanda, Pío, Gürtel, Pública, Blesa, Rato, Bárcenas… Freud escuchaba atentamente mis confusas y difusas explicaciones y tras dejar en el aire una densa nube de humo de su cigarro puro, se limitó a comentar escuetamente: “Esto parece más bien una orgía sodomita”. Y se quedó mirándome, a la espera de que yo continuase mi perorata.

Tras ponerle someramente al corriente de lo que está pasando en Bruselas, el FMI y el BCE, le conté que tenía la mosca en la oreja con todo el extremado secretismo con que nuestros parlamentarios europeos podían consultar solo unas cuantas migajas de las negociaciones mantenidas entre los mercaderes de la UE y los mercaderes de USA sobre el TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership, traducido como Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión) o sobre la negativa de todos los mercaderes del mundo sin excepción a establecer una Tasa sobre las Transacciones Financieras realizadas por cualquier medio o a regular el mercado mismo financiero.

Llegado a este punto, Freud movió su cabeza como sorprendido, apagó contra el suelo su cigarro puro e indicó que en tales circunstancias no es muy aventurado suponer que muy probablemente la  ciudadanía de Españistán debe de estar padeciendo ya alguna suerte de depresión personal o distimia colectiva, pero que quien necesita urgente y principalmente un diagnóstico y un tratamiento soy yo mismo, por alma cándida. No obstante, añadió que las neurosis colectivas son frecuentes entre la clase dirigente, principalmente la política, y que, como las neurosis suelen trazar círculos perfectos y viciosos que retornan al mismo punto de partida, esa es la explicación de que en ellos se observe claros síntomas de neurosis crónicas, trastornos obsesivo-compulsivos de ansiedad, depresión, discursos vacíos, adicción al poder o a machacar a cualquier adversario, dentro o fuera de su grupo político.

Cuando objeté que hay grupos que no manifiestan unos síntomas tan agudos, Sigmund Freud  me explicó que hay personas que tienen larvados en sus mecanismos de conducta trastornos psicóticos como la bipolaridad y la personalidad tartufiana o esquizoide, al perder el contacto con la realidad o quizá también por no haber perdido ese contacto. “Todos somos algo neuróticos, incluso buenos neuróticos, pero no hay que pasarse”, concluyó Freud.

A punto de subir al tren, de regreso al diván eterno que le había tocado en suerte, siempre con su maletín negro y algo anticuado, me dijo a modo de despedida con una sonrisa socarrona: “Antonio, créeme, no se trata de unos cuantos casos aislados, sino de una epidemia”.





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