martes, 5 de julio de 2016

Diario de un habitante del valle, 747


Normalmente pensamos que el tiempo es una cadena de instantes que se suceden unos a otros. Hay veces que no es así. Por ejemplo, hoy es otra cosa para mí. Veo cómo las agujas del reloj van recorriéndolo una y otra vez, pero eso ya es ajeno a mí.

Ahora los sucesos cotidianos, hasta los más aparentemente nimios, penetran en mi interior y allí explotan suavemente, como pompas de jabón. Es la vida, la amistad, el café cortado, la música, el murmullo de las hojas de los árboles… en su estado puro. Y aquí están, aquí se quedan.

Están, en silencio, mirándome con ternura, mis seres queridos y decenas, centenares de personas queridas y amigos más. Impregnan de sus últimos abrazos, sus ultimas palabras, sus últimas cosas y vivencias compartidas. El tiempo está detenido, por mucho que sigan moviéndose las manecillas del reloj, y así bullen en mi interior, llenándome de todo los bueno y valioso que encierran.

El tiempo biológico queda a la expectativa. El cerebro advierte a cada célula del organismo de su final. Y los millones de células que me constituyen vibran y vibran componiendo una sinfonía de extrañas sensaciones, que acepto con gusto, que asumo como el aire que aún penetra en mis pulmones. Creo que está doliendo todo el cuerpo… (¿O qué es esto?)

Hoy la Sexta Sinfonía de Beethoven de cada mañana ha sido una conmoción, y el café que he tomado con mis hermanos en el bar de mi calle que hace esquina con Cuéllar, y esos abrazos, y esas explicaciones de dónde están los papeles, y mi amor de cada segundo hacia mis hijos, y este teclear un teclado que ha escrito trillones de jirones de mí mismo.

Queda…

Sonrío... Y me estoy poniendo a cantar en estos precisos momentos




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